¿Qué hombre, mujer o niño afligido no correría a un lugar donde sus problemas de toda la vida fuesen solucionados por Dios; donde tomasen lugar sanidades profundas y milagrosas? Esto es verdaderamente un “movimiento de Jesús”. Y no pasa por planificación, ingenio o eventos organizados, sino que sucede cuando Dios se manifiesta. Dondequiera que Su gloria se manifiesta, ya sea a través de la predicación fiel o un testimonio sencillo, la gente correrá a experimentarlo.
El pueblo “concurrió a ellos” (Hechos 3:11). Hay un gran significado en la palabra “concurrió”. Estas personas no estaban luchando entre sí para adelantarse, sino que fueron como uno solo, cada uno en humildad ante el majestuoso poder de la presencia de Dios.
La gloria de Dios tiene ese efecto. Nos unifica en sobrecogimiento. De hecho, ese es el deseo de Dios para nosotros: dejar a un lado nuestras diferencias, perdonar las ofensas, e ir a aquellos que necesitan nuestro perdón o que necesitan perdonarnos.
No podemos esperar que un Dios glorioso e impresionante se mueva en medio de nosotros, si nos aferramos a una lengua que habla perversidades, a un corazón que guarda rencores o a un espíritu que se niega a perdonar a otros. ¿Por qué los incrédulos correrían a una iglesia donde reinan la malicia y la división? Los actos gloriosos de Dios unifican nuestros corazones, pero ¿Cómo podemos ser unificados si nos negamos a dejar a un lado nuestras divisiones?
¿Por qué la gloria de Dios se manifiesta en algunas iglesias y personas pero no en otras? Pedro provee una respuesta en la escena en el templo. Le dijo a las maravilladas personas: “Varones israelitas…el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús”.(Hechos 3:12-13)
Dios ha puesto toda Su majestad, gloria y poder en una sola fuente: Cristo. Su gloria no se da a conocer en hombres inteligentes y poderosos o a través de planes brillantes y estrategias ingeniosas. Su gloria se encuentra en una sola fuente: Jesús.
Si queremos la gloria de Cristo en nuestras vidas y en nuestras iglesias, ésta no va a venir a través de nuestra fuerza o esquemas. Va a venir al vaciarnos de nosotros mismos para que Él pueda llenarnos. Debemos decir junto con Juan el Bautista: “Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe.”(Juan 3:30)
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